Inspirado en este post de Vera.Muchas de las mujeres que conozco de una generación anterior a la mía se lamentan por lo mismo.
Entre los 30 y los 40 años se dan cuenta de que hicieron su vida en función a otro, sea su marido, sus hijos, o sus padres. Dejaron de lado sus carreras al quedar embarazadas, se fueron a vivir a un lugar extraño por el trabajo de sus parejas, rechazaron oportunidades por permanecer cerca de un ser querido. En definitiva, aceptaron ponerse en un segundo plano a cambio de una infelicidad camuflada de comodidad.
Y ahora, se arrepienten, van por la vida cual evangelista empedernido tratando de convencernos de que pensemos en nosotras mismas, que nos prioricemos siempre y del modo que sea necesario. Profetizan sobre la realización individual tomándoselo como una misión de vida.
Me pasa con mi mamá, que vive diciendo que estudie una carrera, que si ella hubiera podido, que si su madre le hubiera dicho lo que ella a mi, etc.
Y entonces, yo hago eso. Vivo por mí y para mí. No necesito a nadie, soy muy independiente, me cago en todo y en todos. Aborresco a las amas de casa casi como si fuera un principio moral; lavar, planchar y cocinar para mi son actividades endemoniadas, horrorosas e involutivas. Me la doy de superada, de autosuficiente.
Pero al final del día me siento sola. Todas esas cosas que con tan orgullo predico, no me llenan. Me falta una compañia, alguien con quien compartir mis logros, lo que me pasa, alguien con quien mirar tele en pijama y sin maquillaje.
A veces siento que todas las cosas que consigo rompiendome el lomo, las consigo a cambio de la soledad, una soledad que cuando estoy más bajoneada pienso que va a ser eterna. Y aunque me cueste admitir la más machista de las afirmaciones, creo que lo que me falta es un hombre.